Liseo
González
Martín se dirigía al tianguis, iba caminando apresuradamente de la
mano de su hermano pequeño. Sobre la avenida se toparon con un imponente
anuncio luminoso que decía: ¡Ya es navidad! Época de dar y recibir.
Ellos, indiferentes, siguieron apresurados sin prestar mayor atención al
anuncio. A ambos les era ajena aquella cosa llamada “Época de dar y recibir”; en los diez años de vida de Martín, la
nochebuena o la navidad no tenían gran diferencia con el resto de las otras
noches. La rutina era la misma para él, quien trabajaba en los tianguis de la
colonia cargando bolsas. Chuy, su hermano menor, en sus inocentes cuatro años
seguía a su hermano a donde fuera, más por rutina que por voluntad.
Ese día, se
habían tenido que levantar más temprano que de costumbre, Chuy a regañadientes
iba junto a Martín mal poniéndose su sucia chamarra. “Es navidad y hay mucho
trabajo”, se decía Martín. Ellos sabían,
por lo que su madre les contó, que en nochebuena se celebraba el nacimiento de un
niño llamado Jesús, que era el mismo que su madre mantenía en el altar de su
casa y que en esta época debía estar desnudo, pero más allá de eso no
conocían nada. La navidad nunca había significado nada para ellos, lo que tanto
y con tanta insistencia repetían los anuncios les era simplemente ajeno. La
nochebuena y la navidad eran simplemente dos noches más.
Al llegar al
tianguis se dirigieron al puesto de frutas donde se quedaría Chuy, mientras Martín
se iba a recorrer el mercado cargando bolsas. Sabía que era un buen día y que
tenía que trabajar duro. En sus recorridos por el mercado, veía como gente iba
y venía con bolsas y bolsas de compras: frutas, carnes, pescados, verduras,
dulces, chucherías, etc., etc. -¡Es navidad!- por todos lados se decía. Al caer
la tarde, el trabajo se acabó. Entre las frutas podridas, carnes viejas,
verduras sucias y otros desperdicios que servían de banquete a decenas de
perros que se agrupaban, Martín y Chuy caminaban
de vuelta a su casa. Había sido un día bueno. Chuy, con su característica
felicidad, sonreía a todo mundo. La tarde era fría y se anticipaba una noche
helada.
Ya de vuelta
en la colonia y después de recorrer el camino de terracería, llegaron a su casa.
Su hogar era un cuarto pequeño con techo de láminas viejas y ventanas de
maderas que servían para impedir la entrada del frio. El baño provisional, que
estaba fuera de la casa y que aún se encontraba inconcluso debido a que su
padre no pudo terminarlo ya que unos meses atrás había perdido el trabajo, y
ahora su nuevo oficio solo les servía para medio comer. Su padre vendía comida en
la colonia, y su madre, hacia unos años se había ido.
La noche caía
y su padre aun no regresaba de las ventas del día. Entraron al cuarto y Martín
encendió las velas para alumbrarse; Chuy se fue directamente a la cama para
amortiguar un poco el intenso frio. Martín se quedó un instante pensativo, él no se explicaba muchas cosas, pero creía
que no era justo que ellos vivieran así, -la navidad es lo de menos, pero ¿por
qué tenemos que vivir así?- se preguntaba mirando a su alrededor. Sabía que sin que su padre encontrara un
empleo verdadero las cosas seguirían igual, él mismo era testigo de tantos
intentos que su padre había hecho. Veía cada vez más lejos la posibilidad de ir
a la escuela junto con Chuy…
Al llegar su
padre se llenaron de algarabía, cenaron las sobras del día, como de
costumbre, y todo mundo se fue a dormir.
Pasó la nochebuena, se fue la navidad y así se fueron los días hasta año nuevo.
Esa mañana
Martin se despertó temprano, como era su costumbre, una fría mañana le daba la
bienvenida. Se quitó de encima el yerto cobertor y caminó a la puerta. Chuy,
con su inocencia en el rostro continuaba durmiendo. Se asomó por la puerta y entre
pensamientos decía –ya se fue otro año más. Un año nuevo empieza y yo sigo aquí
con los zapatos rotos ¿hasta cuándo?- y sonrió amargamente.