Abel Pérez
Zamorano
Con
sus más de 16 billones de dólares anuales, Estados Unidos es el país con mayor
Producto Interno Bruto (entre 20 y 30 por ciento del total mundial); posee
portentos tecnológicos, como poderosas grúas que levantan decenas de toneladas
a la vez; aviones supersónicos y no tripulados; vehículos anfibios de gran
potencia; maquinaria pesada para mover grandes volúmenes de tierra. Dispone de
sistemas de comunicación satelital altamente sofisticados, radares
ultrasensibles; en fin, una formidable dotación de recursos tecnológicos y
económicos, que son causa de admiración en el mundo entero. Pero precisamente,
todo ese poderío pareciera hoy ausente, ante la incapacidad oficial para
atender, con oportunidad y eficacia, a las miles de víctimas del huracán que
devastó la costa noreste.
Según
algunos especialistas, Sandy es el segundo desastre natural más destructivo en
la historia del país, después de Katrina, que en agosto de 2005 provocó la
ruptura de diques en torno a Nueva Orleans, y donde, también, varios días
después podían todavía verse personas trepadas en las azoteas. No deja de
llamar la atención que en cosa de siete años ocurra éste, que se considera el
segundo huracán más devastador, lo cual, a decir de especialistas en materia
medioambiental, pareciera ser consecuencia del cambio climático, al que mucho
ha contribuido Estados Unidos, principal consumidor de combustibles fósiles y
emisor de gases de efecto invernadero, y refractario a signar el Protocolo de
Kyoto, que regularía dichas emisiones. De haber razón en quienes asocian
huracanes y calentamiento climático, Estados Unidos sería víctima de su propia
política.
A una
semana ya del desastre, el alto número de muertos (se estima en 113), revela
también un muy deficiente sistema de prevención. Y la secuela de destrucción es
terrible: el 27 por ciento de las gasolineras de Nueva York están cerradas; en
las imágenes televisivas se aprecia, hasta el lunes cinco de noviembre, a
personas sacando sus pertenencias del lodo; los medios estiman que, en siete estados
de la costa noreste, 1.8 millones de personas no tienen electricidad (tan sólo
en el de Nueva York serían 490 mil); buena parte de la población sigue sin agua
potable ni calefacción. En la ciudad de Nueva York, 145 mil habitantes carecen
de gas para calentar sus viviendas, cuando las temperaturas han alcanzado ya
los cero grados centígrados. Los albergues están abarrotados, y la gente lleva
la misma ropa que traía puesta el día del desastre (así lo reportaban los
noticieros este lunes cinco); pero además, al ofrecer refugio ahora a quienes
perdieron sus viviendas, deja de atenderse a los 46 mil vagabundos (homeless)
que viven en las calles de Nueva York, 16 mil de ellos, niños, y que están ahí
no por culpa de la tormenta, sino del modelo económico que los ha marginado. A
futuro, el daño patrimonial de los hogares será cuantioso: según medios
oficiales, sólo una tercera parte de las viviendas estaban aseguradas, lo que
significará pérdida total del patrimonio de más de 40 mil familias que se
quedaron sin casa, como las que habitan en la populosa zona de Staten Island.
Por si aún
faltaran desgracias, y en el colmo de lo inaudito, los noticieros reportan que
para otorgar los apoyos oficiales, la burocracia demanda a los infelices
damnificados presentar ¡las escrituras de sus viviendas!, siendo que todas sus
pertenencias, incluidos sus papeles, quedaron bajo el lodo y los escombros.
Pero nada de esto parece fortuito. Tanta lentitud nos recuerda el incendio del
pozo de British Petroleum en el Golfo de México, que estuvo derramando crudo
desde el 20 de abril hasta el 5 de agosto de 2010, cuando, finalmente, fue
sellado. En una palabra, el gran poderío tecnológico y económico norteamericano
no brilla, como se esperaría, en estos días de desgracia, ni mostró la
suficiente capacidad de prevención del desastre en toda su magnitud; ni se
tomaron todas las medidas oportunas para minimizar sus estragos. No se ve,
pues, la fortaleza americana cuando de ayudar a su propio pueblo se trata, no
al menos en la medida y con la eficacia esperables.
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Donald Trump, magnate neoyorquino. |
Y llueve
sobre mojado, pues, como parte de un todo sistémico, a lo anterior han venido a
agregarse los saqueos, expresión también de una mentalidad generada por el
mismo modelo, basada en el egoísmo y la insensibilidad ante quien sufre.
Asociada también con la cultura económica predominante, se ha desatado la
especulación con los precios de la gasolina, algo por lo demás absolutamente
lógico en una economía donde el valor supremo es la máxima ganancia, y cuyas
únicas leyes son la competencia y el mercado. Y la cereza del helado la ha
puesto el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, quien en medio del desastre
todavía pretendía realizar el tradicional maratón.
En mi
opinión, la razón de tanto retraso e ineficacia en la atención de las víctimas
se debe a que, no obstante la inmensa riqueza nacional, los recursos no son
para beneficio del pueblo pobre, sino de los bancos y la gran industria, civil
y militar; son, más bien, fuente de ganancias de las grandes empresas, cuyos
impuestos han sido reducidos, menguando así los medios disponibles por el
gobierno para atención a la sociedad, y causando deterioro en la
infraestructura y los servicios públicos. Actualmente, el gobierno sufre un
déficit fiscal insostenible: un billón de dólares (y la solución salomónica
anunciada será recortar en 500 mil millones el gasto público, sobre todo
social), y una deuda de 16.1 billones de dólares, el 100 por ciento del PIB. La
proverbial riqueza americana tiene dueños, que no parecen estar muy dispuestos
a compartirla: en el año 1980, el uno por ciento de la población más rica se
apropiaba el 10 por ciento del ingreso generado, y para 2007, ese mismo
porcentaje de población retenía el 30 por ciento del ingreso. En suma, pues,
Sandy ha venido a exhibir las debilidades estructurales del modelo
norteamericano, destacadamente la grosera concentración de la riqueza, asociada
con la falta de recursos para gasto social, que se ha manifestado en estos días
en un exasperante e inhumano retraso en la atención de las necesidades del
pueblo.
México,
D.F, a 6 de noviembre de 2012
(Tomado del muro de Abel Pérez Zamorano )