15 nov 2012

SANDY Y LAS DEBILIDADES DEL MODELO AMERICANO

Abel Pérez Zamorano
 
 Con sus más de 16 billones de dólares anuales, Estados Unidos es el país con mayor Producto Interno Bruto (entre 20 y 30 por ciento del total mundial); posee portentos tecnológicos, como poderosas grúas que levantan decenas de toneladas a la vez; aviones supersónicos y no tripulados; vehículos anfibios de gran potencia; maquinaria pesada para mover grandes volúmenes de tierra. Dispone de sistemas de comunicación satelital altamente sofisticados, radares ultrasensibles; en fin, una formidable dotación de recursos tecnológicos y económicos, que son causa de admiración en el mundo entero. Pero precisamente, todo ese poderío pareciera hoy ausente, ante la incapacidad oficial para atender, con oportunidad y eficacia, a las miles de víctimas del huracán que devastó la costa noreste.
 
 Según algunos especialistas, Sandy es el segundo desastre natural más destructivo en la historia del país, después de Katrina, que en agosto de 2005 provocó la ruptura de diques en torno a Nueva Orleans, y donde, también, varios días después podían todavía verse personas trepadas en las azoteas. No deja de llamar la atención que en cosa de siete años ocurra éste, que se considera el segundo huracán más devastador, lo cual, a decir de especialistas en materia medioambiental, pareciera ser consecuencia del cambio climático, al que mucho ha contribuido Estados Unidos, principal consumidor de combustibles fósiles y emisor de gases de efecto invernadero, y refractario a signar el Protocolo de Kyoto, que regularía dichas emisiones. De haber razón en quienes asocian huracanes y calentamiento climático, Estados Unidos sería víctima de su propia política.
 
 A una semana ya del desastre, el alto número de muertos (se estima en 113), revela también un muy deficiente sistema de prevención. Y la secuela de destrucción es terrible: el 27 por ciento de las gasolineras de Nueva York están cerradas; en las imágenes televisivas se aprecia, hasta el lunes cinco de noviembre, a personas sacando sus pertenencias del lodo; los medios estiman que, en siete estados de la costa noreste, 1.8 millones de personas no tienen electricidad (tan sólo en el de Nueva York serían 490 mil); buena parte de la población sigue sin agua potable ni calefacción. En la ciudad de Nueva York, 145 mil habitantes carecen de gas para calentar sus viviendas, cuando las temperaturas han alcanzado ya los cero grados centígrados. Los albergues están abarrotados, y la gente lleva la misma ropa que traía puesta el día del desastre (así lo reportaban los noticieros este lunes cinco); pero además, al ofrecer refugio ahora a quienes perdieron sus viviendas, deja de atenderse a los 46 mil vagabundos (homeless) que viven en las calles de Nueva York, 16 mil de ellos, niños, y que están ahí no por culpa de la tormenta, sino del modelo económico que los ha marginado. A futuro, el daño patrimonial de los hogares será cuantioso: según medios oficiales, sólo una tercera parte de las viviendas estaban aseguradas, lo que significará pérdida total del patrimonio de más de 40 mil familias que se quedaron sin casa, como las que habitan en la populosa zona de Staten Island.
 
 Por si aún faltaran desgracias, y en el colmo de lo inaudito, los noticieros reportan que para otorgar los apoyos oficiales, la burocracia demanda a los infelices damnificados presentar ¡las escrituras de sus viviendas!, siendo que todas sus pertenencias, incluidos sus papeles, quedaron bajo el lodo y los escombros. Pero nada de esto parece fortuito. Tanta lentitud nos recuerda el incendio del pozo de British Petroleum en el Golfo de México, que estuvo derramando crudo desde el 20 de abril hasta el 5 de agosto de 2010, cuando, finalmente, fue sellado. En una palabra, el gran poderío tecnológico y económico norteamericano no brilla, como se esperaría, en estos días de desgracia, ni mostró la suficiente capacidad de prevención del desastre en toda su magnitud; ni se tomaron todas las medidas oportunas para minimizar sus estragos. No se ve, pues, la fortaleza americana cuando de ayudar a su propio pueblo se trata, no al menos en la medida y con la eficacia esperables.
Donald Trump, magnate neoyorquino.
 Y llueve sobre mojado, pues, como parte de un todo sistémico, a lo anterior han venido a agregarse los saqueos, expresión también de una mentalidad generada por el mismo modelo, basada en el egoísmo y la insensibilidad ante quien sufre. Asociada también con la cultura económica predominante, se ha desatado la especulación con los precios de la gasolina, algo por lo demás absolutamente lógico en una economía donde el valor supremo es la máxima ganancia, y cuyas únicas leyes son la competencia y el mercado. Y la cereza del helado la ha puesto el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, quien en medio del desastre todavía pretendía realizar el tradicional maratón.
 
 En mi opinión, la razón de tanto retraso e ineficacia en la atención de las víctimas se debe a que, no obstante la inmensa riqueza nacional, los recursos no son para beneficio del pueblo pobre, sino de los bancos y la gran industria, civil y militar; son, más bien, fuente de ganancias de las grandes empresas, cuyos impuestos han sido reducidos, menguando así los medios disponibles por el gobierno para atención a la sociedad, y causando deterioro en la infraestructura y los servicios públicos. Actualmente, el gobierno sufre un déficit fiscal insostenible: un billón de dólares (y la solución salomónica anunciada será recortar en 500 mil millones el gasto público, sobre todo social), y una deuda de 16.1 billones de dólares, el 100 por ciento del PIB. La proverbial riqueza americana tiene dueños, que no parecen estar muy dispuestos a compartirla: en el año 1980, el uno por ciento de la población más rica se apropiaba el 10 por ciento del ingreso generado, y para 2007, ese mismo porcentaje de población retenía el 30 por ciento del ingreso. En suma, pues, Sandy ha venido a exhibir las debilidades estructurales del modelo norteamericano, destacadamente la grosera concentración de la riqueza, asociada con la falta de recursos para gasto social, que se ha manifestado en estos días en un exasperante e inhumano retraso en la atención de las necesidades del pueblo.
 
 México, D.F, a 6 de noviembre de 2012

(Tomado del muro de Abel Pérez Zamorano )