Abel Pérez Zamorano
Usualmente, el gobierno atenúa la
percepción del desempleo mediante datos diseñadas ad hoc, “admitiendo”, por
ejemplo en estos días, una “elevada” tasa de desempleo abierto, de 5.2 por
ciento, aparentando reconocer la gravedad del problema. Pero la realidad es
mucho peor, y se manifiesta en el bestial aumento del empleo informal. Según la
Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE), aplicando una nueva
metodología, validada por la Organización Internacional del Trabajo, en el
tercer trimestre de 2012, quienes laboran en el sector informal representan ¡el
60.1 por ciento!, 29.3 millones de personas, de un total de 48.7 millones de
ocupados. Con el nuevo método, el porcentaje se duplicó: de 29 a 60%, y de
acuerdo con el anterior, la informalidad se reduciría hoy a 14.2 millones, los
tradicionalmente considerados en esa situación; pero los nuevos criterios
incluyen, además, a los empleados domésticos y a los del sector agropecuario
que laboran sin contrato ni seguridad social. Pero aun admitiendo sólo a 14.2
millones en la informalidad, éstos representan un 29.2 por ciento de todos los
ocupados, casi un tercio.
Y el caso de México es particularmente grave:
según la OIT, superamos a América Latina en empleo informal: 60 por ciento
contra 47.7 (Elisabeth Tinoco, directora regional de la OIT para América
Latina, 19 de diciembre de 2012). Y no es sólo la falta de contrato laboral,
derechos de ley y seguridad social lo que padecen los trabajadores informales:
contra la afirmación frecuente de que ganan mucho, sus ingresos son bajos
(ciertamente un pequeño sector de ellos percibe ingresos mayores, pues también
ahí hay clases sociales): los informales reciben ingresos 35.4 por ciento
inferiores a los del sector formal (ENOE). Y encima de todo eso, acusados de
“competencia desleal”, están siendo amenazados con más impuestos, mediante una
“ampliación de la base gravable” que los incluya.
La naturaleza del problema de los trabajadores
informales es estructural; no depende, de su “preferencia” en ocuparse en esa
actividad. La nuestra es una economía subdesarrollada, con un sector agrícola
en perpetua crisis, incapaz de ocupar a todos los habitantes del campo y
retribuirles decorosamente, y que los empuja a emigrar en busca de una vida
mejor. Esta tendencia es efecto de una ley general del desarrollo capitalista:
la creciente urbanización de la población, la llamada proletarización del
campesinado y su desplazamiento hacia centros urbanos. Las economías
desarrolladas han podido absorber a su propia población campesina en la
industria, el comercio y los servicios, pero cuando a la expulsión de
trabajadores del medio rural no corresponde un desarrollo de los otros
sectores, se crea una acumulación de trabajadores que no hallan en ninguna
parte acomodo. Y así, son doblemente rechazados: “sobran” en el campo, y
también en la ciudad. Pero éste es un fenómeno histórico, pues no ha ocurrido
siempre así; por ejemplo, durante todo el período de industrialización del
país, entre los años cuarenta y setenta, las oleadas de emigrados del campo
llegaban a la ciudad y eran absorbidos por una industria naciente que los
requería; pero, conforme la forma de organización económica se ha venido
agotando, ya no hay lugar para ellos, y si lo consiguen es con salarios
miserables, que no garantizan el sustento familiar.
A todo esto subyace otra ley del desarrollo, y
es que: a medida que la tecnología progresa y los procesos de producción se
automatizan, es menor la necesidad de trabajadores. La cibernética y la
robótica desplazan a una parte creciente de la fuerza de trabajo, fenómeno que
viene ocurriendo desde la Revolución Industrial en Inglaterra, entre la segunda
mitad del siglo XVIII y el primer tercio del XIX. En los tiempos que corren,
las grandes empresas que operan en México son intensivas en tecnología; emplean
sofisticados sistemas que demandan muy poca mano de obra, y no están en
condiciones de absorber la fuerza de trabajo procedente del campo, lo cual da
como resultado un cúmulo de millones de desempleados. Ahora bien, a todos éstos
han quedado sólo tres alternativas de sobrevivencia: 1) emigrar a los Estados
Unidos (hay aproximadamente doce millones de mexicanos allá); 2)
“autoemplearse” en el sector informal, vendiendo cualquier cosa para subsistir;
y 3) involucrarse abiertamente en la delincuencia. Todo esto constituye un
fracaso para el modelo económico vigente, que se ha visto rebasado por la
demanda de trabajo.
Lejos quedó aquel capitalismo del primer tercio
del siglo XX, que postulaba el “pleno empleo”. Hoy el capital se niega a sí
mismo. En sus orígenes promovió la desaparición de las grandes haciendas para
liberar a la fuerza de trabajo cautiva en ellas, atada por deudas: los peones
acasillados. Precisamente una de las tareas históricas de la Revolución fue
sacarlos de su encierro para que fueran libres para emplearse como asalariados
en la ciudad, donde los esperaba una industria ávida de energía humana. Era
aquélla una necesidad vital del progreso económico. Mas ahora las cosas han
cambiado, y el capitalismo no es ya capaz ni de mantener a los campesinos en el
campo, ni de absorberlos en la ciudad; simplemente, le sobran. En este contexto
histórico se explica el crecimiento del sector de los trabajadores informales,
perseguidos por los gobiernos municipales, desalojados del centro histórico de
las ciudades, y a los que se propina soberanas palizas, acusados del delito de
ser sucios, malos y feos.
Pero si estábamos mal, aún podíamos estar peor,
y ahora ocurre que la emigración, la otra alternativa tradicional de los pobres
sin trabajo, está siendo igualmente limitada, debido a que el capitalismo
norteamericano también se halla en crisis. Su crecimiento se ha limitado por la
saturación de los mercados del mundo, y aunque logra, es cierto, un raquítico
crecimiento, lo hace empleando también tecnología cada vez más avanzada, para
ahorrar costos y aumentar ganancias; es el llamado jobless growth o crecimiento
sin empleo. Por eso, Estados Unidos enfrenta también un “excedente” de fuerza
de trabajo; de ahí que esté bloqueando el acceso de inmigrantes, y sí, se ha
reducido la emigración hacia aquel país, mas no porque estemos mejor aquí, sino
porque cada día están peor allá. En esas condiciones han cundido las leyes
antiinmigrantes y, asociados a ellas, siniestros personajes como Joe Arpaio y
los Minuteman, dedicados a la captura o caza de inmigrantes, de aquél y de éste
lado de la frontera. Pero no nos engañemos, el problema debe resolverse en
México, modificando la organización de nuestra economía; es aquí donde está la
solución, y si no se la aplica, pronto y efectivamente; si no se garantiza el
empleo digno y bien remunerado de todo aquél que desee trabajar, seguirá
creciendo, pero exponencialmente, la delincuencia, y no habrá estrategia
policíaca capaz de abatirla. Y por eso vale la pregunta: ¿adónde irán los trabajadores?
México, D.F, a 18 de febrero de 2013