Liseo González
“A veces
quisiéramos que la muerte no fuese más que un mal sueño del que pudiéramos
despertar”
-¡Al rato nos vemos!- murmuró Silvano
al oído de su mujer, quien más adormecida que despierta solo alcanzó a sonreír.
Se había acostumbrado a salir dejando esta
habitual promesa confirmándola con un compendioso beso. Antes de apagar la luz
echó un vistazo a la cama contigua donde, con la inocencia de sus tres y dos
años, sus hijos descansaban.
Por unos minutos inundó la casa con el eco de
sus pisadas y lo extinguió con el crujido de la puerta. Se cercioró, como
siempre, de cerrarla con seguro y salió a recibir el día. Se encaminó al callejón
donde estacionaba “La paloma” (su camioneta de trabajo) y manejó con dirección
a la central de alimentos.
Silvano era un hombre de estatura media y de
una apariencia de muchos años, pero solo tenía 27. Caminaba asiduamente con las
manos en los bolsillos y con paso apresurado. Charlaba poco pero nunca se le
veía serio. Era uno de eso hombres de fugaz sonrisa pero persistente.
Con la proximidad del mercado se escuchaban,
graves y recónditos, esos gritos insistentes tratando de vender algo; se
advertían los colores de las frutas frescas y lozanas, y sus maltrechos y siempre
repletos botes de basura apestando cada esquina. Andaba entre los puestos
soltando los buenos días mezclados con la inmensa variedad de sonidos, y
haciendo sus pausas habituales. Terminó sus compras y se dispuso a comenzar el
viaje a su puesto de frutas en el sur de la ciudad.
Ya en el estacionamiento, dos hombres,
amablemente, le ofrecieron sus servicios. Él confiado e inocente no le tomó
mayor importancia al suceso y dejó de largo el hecho de que el estacionamiento
estaba desolado. Cuando lo advirtió ya era demasiado tarde. Sintió un salvaje
golpe en la cabeza y no supo más.
Cuando reaccionó estaba sentado en una silla en
un cuarto álgido y sombrío. Sentía el sudor en la frente, la cara llena de
angustia y los dientes tensos. Silvano pensó muchas veces en la posibilidad de
verse en estas circunstancias, pero nunca determinó qué debía hacer. En
realidad, nada podía. La fuerza del cordón estrujándole las manos y la cinta
que le cubría los ojos se lo confirmaban.
Escuchó una voz que se aproximaba. Entonces
sintió el vacío de algo frío en la cien. Al pensar en la falta que les haría a
sus hijos y a su mujer, sudó frío, pero descartaba la tragedia para animarse a
sí mismo. Luego dejó de sentir la frigidez del revólver y escuchó una detonación
que se esfumó en el aire. Escuchó un segundo martilleo de la pistola. Apretó
los ojos y escuchó en seguida.
– ¡Lo siento!
Un sudor gélido sintió propagarse por todo el
cuerpo. La cabeza le hervía y las lentas palpitaciones del corazón le
estrangulaban la garganta. Entonces sintió unas ingentes fuerzas de levantarse
de la silla. La cuerda que le ataba fuertemente las manos se hacía débil y
manipulable.
Salió corriendo sin volver la vista atrás.
Corrió y corrió mientras sentía como la sangre de estado helado empezaba a
hervirle. Nunca volteó, solo escuchó un par de disparos y gritos, muchos
gritos. Después de un breve momento se detuvo y tomó un poco de aire; poco
después reconoció las calles. Siguió con el
ímpetu del que está ante la última oportunidad de abrazar a su familia.
Luego de horas de intensa carrera divisó la puerta que por la
mañana había cerrado con seguro. Agotado y con un mínimo de aire en los
pulmones hizo un último esfuerzo. Llamó a la puerta con bruscos golpes. ¡No
había mucho tiempo! Quería abrazar a su mujer y besar a sus hijos. Sentía la
boca seca y salada y la cabeza caliente. Entonces la vio y no pudo controlar
sus impulsos, sentía unas inefables ganas de abrazarla y besarla. ¡Que bella
era! Pero en el momento que corrió a alcanzarla
sintió un fulminante golpe en el pecho. Comenzó a sentir como el sudor de la
camisa tomaba un color alarmantemente carmesí y una luz blanca y cegadora crecía
cubriéndolo todo…después silencio total y absoluta oscuridad.
Toda la aventura no había sido más que una
fugaz ensoñación desarrollada en los diez o quince segundos previos a la
muerte. Silvano yacía en la silla con el pecho desgarrado y la sangre
manchándole las ropas.