Por: Ricardo Flores Rioblanco
El pueblo mexicano a
lo largo del tiempo, ha sabido retener en su memoria a los personajes más
ilustres que han nacido de entre sus entrañas, para citar algunos están: Benito
Juárez, Francisco Villa, Emiliano Zapata, Lázaro Cárdenas, entre otros, cuya
coincidencia común es que fueron hijos del pueblo, que vivieron entre él, que
conocieron sus penas, sus necesidades y dieron toda una vida por aliviarlas.
Si bien se ha logrado por parte
de nuestras instituciones borrar en gran medida la historia de estas
personalidades; sus logros, sus objetivos y sobre todo, las causas de su
aceptación como dirigentes populares en su determinado tiempo, no se ha logrado
todavía, de tajo, borrar sus nombres que, aún (y quizás más que antes) son sinónimos de justicieros sociales.
El pueblo sabe recordar a quienes
luchan y mueren por su causa. Dicho esto, miro como ante la perdida de otro
servidor público mexicano, el pueblo no da muestras espontaneas de dolor o
perdida de tan “notable personaje”; pero al fin, y después de muchos esfuerzos,
trato de identificarme con la figura que se presenta como “mártir”, y razono
que vivo en un país lleno de desigualdad económica, con un alto número de
desempleados; en un país donde la educación está por los suelos; donde las
calles se manchan de sangre a diario debido a la “lucha contra en narco”; donde
las oportunidades de desarrollo humano están sesgadas por intereses políticos,
pues, sino eres del partido (o partidos)
en el poder, que te lleve el cuerno a ti y a tu familia. Simplemente, no se
encuentra relación con la realidad y la que el fallecido decía que había.
Me trato de trasladar al
pensamiento común, de aquel Juan de la calle que vive apretujado en un cuarto
de ocho por cuatro con sus cinco hijos y esposa; con la constante preocupación de proveer a su
familia con la comida del día siguiente; que listo para salir a laborar, quizás
desayunando (eso si hay), y casi por coincidencia pues en su ajetreada y
angustiante vida otras son la preocupaciones, logra escuchar el noticiario de
la mañana con la nota del fallecimiento; ¿qué
pensará? Me pregunto.
Me encuentro en una encrucijada;
pero razono que tal vez, sólo tal vez, razone de una manera no muy distinta a
la mía; ¿Y ese que hizo por mi familia? ¿Qué hizo por mi colonia (o pueblo)?, ¿Si
fuera yo el muerto, que haría él por mi familia? ¿Si yo faltase a mis hijos y
esposa, apoco en presidente daría su “apoyo absoluto”? Regreso a mi persona;
llego a la misma conclusión, estoy en un país donde las necesidades de la
población no están siendo atendidas por el gobierno; donde la política de
quienes detentan el poder, es indiferente hacia quienes crean la riqueza
nacional, hacia el pueblo trabajador.
Defender el culto a la
personalidad es irracional, pues es el pueblo quien hace girar la rueda de la
historia. No hay individuo que por sí solo logre esto; será en una futura
sociedad donde todos los seres humanos alcancen niveles elevados de cultura,
política y científicos, principalmente, que el culto a una persona será cosa
del pasado; mientras tanto, el pueblo continuará encarnado su pensamiento e
ideas de progreso en la persona más capaz e ilustrada.
Y será en esta misma época en que
el pueblo llorará a sus verdaderos héroes, los envestirá de laureles para
recordarse así mismo sus metas a alcanzar, es decir, se investirá de laureles
así mismo, pues de sus entrañas nacieron. De los otros, simplemente serán
indiferentes.