Liseo González
Era un día lluvioso de primavera, y
yo por descuidado, me encontraba en medio de una férrea lucha por escabullirme
de ella. En mi loca carrera y casi sin proponérmelo, terminé refugiándome en un
pequeño café.
Entré dando profundas bocanadas de aire. Una
vez recuperado ordené un café y me dirigí a tomar un discreto asiento cerca del
ventanal.
Bajo el resguardo que me ofrecía aquel pequeño local
me puse a observar a los incautos que aun corrían bajo la lluvia. Por alguna
extraña razón el ir y venir de aquella gente me desempolvó la memoria. Sentí
como se me acumulaba un sinfín de recuerdos y antañas anécdotas y me atrapaban
tanto, que divagué sin la más mínima intención. Después de estos momentos de
naufragio, atrajo mi atención de nuevo la gente que ya con menos lluvia
caminaba por las calles.
Mientras los contemplaba ingería pequeños
sorbos de café que ayudaban a recuperarme del shock que me habían causado tantos recuerdos. Al
cabo de varios sorbos, retomé mis memorias comenzando por las más añejas, a las
que veía con la frialdad y confianza que da el tiempo. Qué bien se siente ver
las cosas después de que ha pasado su debido tiempo; nos da la ventaja de ver todo con menos
prejuicios y hasta menores remordimientos.
En esto estaba cuando noté que mi día seguía avanzando,
que mi café se consumía y que yo continuaba sentado en aquel discreto lugar dándole
sorbos con sabor a memoria. Para mi desdicha repasé mis memorias menos remotas,
que por cierto eran las más acerbas, mientras me aproximaba al fondo de mi café;
esto provocó que se hicieran aún más agudas por ese doble amargo sabor que se
obstinaba en quedarse a mitad de mi garganta hasta hacerme un bárbaro nudo.
Me tragué el ingrato nudo, y una vez que lo
digerí me sentí listo para salir. Con ironía me di cuenta que al final escape
de una tormenta para meterme en otra, esta última mucho más personal. Lo más
curioso es que nadie lo notó; esto lo comprobé por las caras de indiferencia que bebían café y por las que andaban por la
calle. Me di cuenta que todo mundo es indiferente de lo que sucede a su
alrededor, hasta que esto le representa
una dificultad.
En fin, la lluvia se había ido, lo único que
quedaba eran unos minúsculos ríos grisáceos que se iban por las coladeras y el
goteo de los techos que se hacía cada vez más pausado. Lo que no se terminó fue
el café, lo dejé con un par de memorias sumergidas en el fondo, tal vez para
tomármelas después en otra tarde de lluvia.