18 abr 2012

La lluvia y el café



Liseo González

Era un día lluvioso de primavera, y yo por descuidado, me encontraba en medio de una férrea lucha por escabullirme de ella. En mi loca carrera y casi sin proponérmelo, terminé refugiándome en un pequeño café.

Entré dando profundas bocanadas de aire. Una vez recuperado ordené un café y me dirigí a tomar un discreto asiento cerca del ventanal.

Bajo el resguardo que me ofrecía aquel pequeño local me puse a observar a los incautos que aun corrían bajo la lluvia. Por alguna extraña razón el ir y venir de aquella gente me desempolvó la memoria. Sentí como se me acumulaba un sinfín de recuerdos y antañas anécdotas y me atrapaban tanto, que divagué sin la más mínima intención. Después de estos momentos de naufragio, atrajo mi atención de nuevo la gente que ya con menos lluvia caminaba por las calles.

Mientras los contemplaba ingería pequeños sorbos de café que ayudaban a recuperarme del shock  que me habían causado tantos recuerdos. Al cabo de varios sorbos, retomé mis memorias comenzando por las más añejas, a las que veía con la frialdad y confianza que da el tiempo. Qué bien se siente ver las cosas después de que ha pasado su debido tiempo;  nos da la ventaja de ver todo con menos prejuicios y hasta menores remordimientos.

En esto estaba cuando noté que mi día seguía avanzando, que mi café se consumía y que yo continuaba sentado en aquel discreto lugar dándole sorbos con sabor a memoria. Para mi desdicha repasé mis memorias menos remotas, que por cierto eran las más acerbas, mientras me aproximaba al fondo de mi café; esto provocó que se hicieran aún más agudas por ese doble amargo sabor que se obstinaba en quedarse a mitad de mi garganta hasta hacerme un bárbaro nudo.

Me tragué el ingrato nudo, y una vez que lo digerí me sentí listo para salir. Con ironía me di cuenta que al final escape de una tormenta para meterme en otra, esta última mucho más personal. Lo más curioso es que nadie lo notó; esto lo comprobé por las caras de indiferencia  que bebían café y por las que andaban por la calle. Me di cuenta que todo mundo es indiferente de lo que sucede a su alrededor, hasta que esto le  representa una dificultad.

En fin, la lluvia se había ido, lo único que quedaba eran unos minúsculos ríos grisáceos que se iban por las coladeras y el goteo de los techos que se hacía cada vez más pausado. Lo que no se terminó fue el café, lo dejé con un par de memorias sumergidas en el fondo, tal vez para tomármelas después en otra tarde de lluvia.