El posmodernismo, abigarramiento
filosófico cuyo origen se remonta a mediados del siglo pasado y que tiene entre
sus representantes más destacados a Jean-François Lyotard, Michel Foucault y
Jacques Derrida, declara estéril toda formulación de grandes teorías, a las que
desdeñosamente llama metanarraciones o metadiscursos. Postula que el
modernismo, caracterizado por los grandes “ismos” (cristiano, liberal,
marxista) fracasó, y ha debido ceder su lugar a visiones particulares, sin
pretensiones abarcadoras; por ejemplo, la microhistoria. Lo local, inmediato y
parcial son lo único verdaderamente accesible al entendimiento humano, y la
Filosofía pierde su capacidad integradora, y de explicación de los problemas más
generales. Y aunque debido a su mismo rechazo a todo sistema unificador, y por
la procedencia diversa de sus defensores (la ciencia, las artes o la
Filosofía), su conceptualización no es del todo homogénea, mas no deja de
guardar cierta unidad.
En teoría del conocimiento, se absolutiza el
relativismo: ningún postulado es socialmente verdadero o creíble, pues su
validez depende de cada persona y de su entorno. Como dijera Ramón de
Campoamor: en este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según
el color del cristal con que se mira. La verdad es entonces sumamente esquiva e
inaprehensible, pues depende de cada persona o pequeño grupo, y lo que es
verdad para una no lo es necesariamente para otra; cada quien tiene su verdad,
aquélla que le es útil; o sea, el criterio de la verdad es meramente
pragmático, utilitarista. Por cierto, sobre este punto ha hecho una muy
interesante crítica Paul Boghossian en su obra El miedo al conocimiento: contra
el relativismo y el constructivismo (2009), donde refuta las tesis que niegan
el conocimiento verdadero; más exactamente, las de Richard Rorty. Y como “todo
es relativo” y depende de cada quién, debemos admitir que si cada uno tiene su
propia verdad, nadie puede imponer la suya a los demás; en otras palabras, cada
cabeza es un mundo. Llegamos así una peligrosa conclusión: la verdad no existe;
es una mera entelequia. Ya no contamos con esa aproximación única a la
realidad, y en su lugar ha quedado una serie inconexa y contradictoria de
juicios, al arbitrario gusto (o interés) de cada quien. Sin embargo, como
señala Boghossian, hay aquí un problema capital: esta maraña de verdades
singulares y contradictorias entre sí, implica una violación de principios
fundamentales de la Lógica, como el de no contradicción. Y también entraña una
minusvaloración de la ciencia como el medio de conocimiento del mundo, pues en
esta concepción todos los sistemas epistémicos tienen igual validez: la
ciencia, el arte, la religión, etc.; ninguno es superior a otro.
En materia educativa, esta visión ha sido el
andamiaje para la formulación del “constructivismo”, tan de moda en nuestros
días, donde cada educando “construye” su propio conocimiento, con la sola ayuda
de un profesor, más bien “facilitador”. Esta “novedad” pedagógica es en realidad
más antigua que andar en dos pies, pues en su esencia fue postulada ya por
Sócrates en su famosa mayéutica, en el siglo V a.C. El célebre filósofo
ateniense era hijo de una partera, y se asumía él mismo como partero, pero de
ideas, diciendo que ayudaba a sus discípulos a parir sus propios conocimientos,
que ya estaban in nuce en su mente, y de los que sólo era necesario cobrar
conciencia y desenrollarlos mediante el diálogo.
En el fondo, el negar todo intento de
comprensión abarcadora no es un hecho meramente cognoscitivo o producto de la
pura mente, derecha o retorcida, de alguien en particular. Tiene profundas
raíces en el sistema de poder, político y económico, en las fuerzas dominantes
del mundo, y es su propósito evitar que la verdad sea conocida por los
marginados, pues si ellos no pueden lograr un conocimiento seguro, confiable y
coherente del universo y la sociedad, su ceguera servirá a quienes los dominan;
si el pueblo ignora la verdad, o, peor aún, cree que ésta no existe, buscarla
sería como perseguir una quimera, y lógicamente renunciará a tal intento,
quedando con ello imposibilitado para conocer y transformar su realidad. Sería
una locura buscar lo que no existe. He ahí el propósito de tal filosofía, la
navaja dentro del pan: el confusionismo general, un pueblo sin rumbo ni camino,
atrapado en una red mental más tupida que las de Hefestos.
Ciertamente, la verdad no puede tener
pretensiones de eternidad ni de carácter absoluto. El devenir es la constante
del mundo. La realidad cambia, se mueve, y aparecen nuevos fenómenos que exigen
explicación y atención; asimismo, los instrumentos de la ciencia se hacen cada
vez más potentes y finos para acercarnos a la realidad e interpretarla, y
permiten el continuo enriquecimiento de la verdad; su búsqueda tiene una
lógica, y la ciencia lo hace mediante una perpetua serie de aproximaciones
sucesivas. Sin embargo, en un momento dado, aunque la verdad sea temporal y
acotada, existe y es confiable; tanto que podemos operar con ella, utilizarla
como conocimiento seguro para producir, realizar viajes al espacio, curar
enfermedades, construir grandes obras, preparar alimentos, realizar procesos
industriales o actividades agrícolas, etc. La prueba de la existencia de la
verdad, aun admitiendo sus límites, es la actividad productiva exitosa, que nos
asegura que el conocimiento que damos por bueno en un momento dado,
efectivamente lo es. Por eso la búsqueda del conocimiento verdadero no sólo es
un esfuerzo racional, sino la llave de la felicidad humana, y debe perseverarse
en él. Recordemos que Jesucristo dijo: “Y conoceréis la verdad, y la verdad os
hará libres”.
México, D.F, a 1 de enero de 2012