Liseo
González
“Y la sombra que avanza, avanza, avanza,
parece, con su trágica envoltura,
el alma ingente, plena de amargura,
de los que han de morir sin esperanza…”
(Fragmento
del poema Idilio Salvaje de Manuel José Othón)
Despegaba el alba, y en el pueblo comenzaba a esclarecer. El frío de
la mañana se restregaba en la cara y en las manos con un ímpetu violento. El
ruido de los animales anunciaba el comienzo del día: gorjeos, mugidos, cacareos
y berreos hacían eco por todas partes. El suave viento levantaba la árida
tierra, llenando todo de un polvo amarillento, pegajoso, casi opaco, que se
advertía por todas partes.
Después de medio
alimentar a sus flacos animales, Martín emprendió el trayecto hacia sus tierras
en las afueras del pueblo. Martín era un hombre falto de carnes, de ojos
profundos y marchitos, y de una piel morena ajada por el desierto; caminaba sin
distracciones, pero siempre soltando los fraternales buenos días. Él, al igual
que otros campesinos, a tempranas horas del día emprendía el mismo camino, con
la única esperanza de poder cultivar sus parcelas y cosechar algo.
Luego de caminar
unos minutos, se observaba el pueblecito que se había quedado atrás y la cúpula
de la iglesia que se levantaba solitaria sobre la llanura. El llano, con sus
casas de adobe, su iglesia, sus ausentes sombras de los árboles, sus parcos
jardines y aquellos habitantes caminando con pesaroso andar, absortos siempre en sus
profundos pensamientos, era lo que llenaba aquel paisaje.
La laguna, o lo
quedaba de ella, era el rostro más fiel del presente cataclismo. El espacio que
ocupaba durante los días lluviosos, seguía esperando desesperadamente las
primeras gotas. Los campesinos, al cruzar el puente, no hacían más que lanzarle
amargas miradas y continuar su camino. Esta desolada tierra que por esta temporada
era próspera y fértil, ahora se mostraba renuente. Los hombres del campo la trabajaban
con afán e insistencia, tratando de arrancarle vida, pero la tierra seca,
simplemente se negaba.
Dejaban su labor
recién entraba la tarde. En su trayecto de vuelta al pueblo, y apunto de
ocultarse el sol, se veían las sombras largas que caminaban buscando el camino
y avanzaban hasta perderse entre aquellas casas de tierra.
Una de aquellas
sombras era Martín, que venía extenuado del trabajo y bebía agua afanosamente,
nunca el agua le había sabido tan amarga como en esos días. Caminaba por las
calles del pueblo con la misma pregunta en la mirada que los demás “¿Qué está
pasando?”, y con esa misma mirada se respondían. Nadie sabía la respuesta. Era cuestión
de esperar, esperar las primeras gotas de lluvia, que siempre llegaban antes
que las ayudas, y que ahora eran gotas de vida; esa vida que traía el trabajo a
las parcelas y arrancaba, parcialmente, las tristezas de los rostros.
Martín era la
última sombra en el camino, que se alargaba y alargaba al tiempo que avanzaba,
hasta que se perdió en una de esas casas de tierra.