Por Ricardo
Flores Rioblanco
Rodolfo,
como desde hacía tres años, despertó para la misma jornada: madrugarle para
echarse un baño y desayunar un par de huevos fritos con unas cuantas tortillas,
simple costumbre que cada día se hacía más difícil, pues el sueldo apenas
alcanzaba. María -su mujer- había sabido sustituir sabiamente el café por un té
de “hojitas”, cuyo sabor casi dulce era cotidiano, ya que el azúcar había
estado fuera del presupuesto desde hacia algún tiempo. Don Rodo –como los
vecinos le decían- por sana costumbre besaba a sus tres hijos antes de irse al
trabajo.
“Maldita enfermedad”-pensaba- mientras
miraba a su esposa que sufría de cáncer de seno, y que había llegado a complicarles
aun más la vida desde principios de año.
Para Don Rodo
-quien había trabajado como agremiado-, el trabajar en una empresa de
iluminación se había convertido en una atadura mental y freno espiritual sin
precedentes. Empacar bombillos uno por uno en las cajitas continuamente por 10
o más horas, era “rutinario e imbécil”, como él mismo lo decía. Trabajaba horas
extras cada vez que lo pedía el capataz sin que se le pagará la jornada tal y como debería de ser. ¡Aguantar!,
¡Aguantar!, ¡Aguantar! –se recordaba a si mismo- pues, hacia más de dos años se
le había prometido un mejor puesto, mismo que no llegaba. Sostenía a su familia
con un salario de mugre y en sus ratos libres buscaba hacer chambitas de
electricista, oficio que realizaba a medias, pues para su mala suerte no
contaba con herramientas propias, y aunque logró juntar un pequeño capital, el
sueño de las herramientas se esfumó cuando le diagnosticaron el cáncer a su
mujer y tuvo que pagar las primeras curaciones, además de cubrir las
necesidades familiares.
Y qué decir de
su experiencia fatigosa en la fábrica. Cuando después de estar empaquetando
bombillos por cinco horas, escuchaba la aguda chicharra que anunciaba la hora
de la comida para los trabajadores; salían los obreros con sus caras de enfado
pero aliviados por el breve receso. El puesto de “La Doña” -como todos le
decían a la mujer que los alimentaba a diario y que sin proponérselo los había
acostumbrado a su sazón- era el más concurrido. Allí podía ver a los “cuates” y
charlar sobre deportes y algún otro tema de actualidad; pláticas que muchas
veces no encontraba amenas y se tornaban difíciles, pues las preocupaciones
económicas le atiborraban la cabeza y no lo dejaban ni un instante. Había muchas
necesidades en el hogar, y se le dificultaba, incluso, para cubrir la más básica:
la comida.
Después,
acabados los 40 minutos, volver adentro para otras cinco horas de empaquetado. Tediosa
labor que Rodolfo había tratado en vano de
amenizar, haciendo cuentas del número de bombillos que iba empaquetando, cuenta
que había perdido después de las dos primeras horas… ¿mil? -se preguntaba-y
seguía empaquetando.
Terminada la
jornada se iba directo a su casa. Después de la cena, y mientras reposaba, se
quedaba en la mesa a meditar. Sentado ahí, viendo en lo que se había convertido
su vida, calificaba su existencia de pésima y horrenda, sin embargo, sus ganas
de vivir seguían intactas. Sentía enojo e insatisfacción, sentimientos que no
comprendía muy bien, pero que sabía de donde venían -si tuviésemos mejores
oportunidades, ¡si hubiera más oportunidades!, si no se hubiera privatizado la
empresa; si mi esposa no estuviera enferma; si yo tuviera, si al menos tuviera
lo necesario…- Con estos pensamientos la noche lo encontraba y el cansancio lo
vencía.