6 dic 2012

CRECIENTE SUBORDINACIÓN DEL TRABAJO AL CAPITAL


Tomado del muro de Abel Pérez Zamorano

Una doble tendencia se impone en el mundo, con carácter de ley: por una parte, el desempleo creciente o el subempleo de los trabajadores, y por otra, que quienes están empleados son sometidos cada día más al poder empresarial, como propiedad suya. En su contradictoria relación con el capital, el trabajador se ha ido volviendo “sobrante”. En México, más de un tercio de la PEA está desperdiciada en el sector informal, subempleada, o condenada a la delincuencia; doce millones de mexicanos han emigrado al no encontrar lugar en la economía nacional. Pero esta situación no es privativa de nuestro país. En España, 50 por ciento de los jóvenes y una cuarta parte de la fuerza laboral total están desempleados; y en general, el fenómeno se ha agudizado en Europa y Estados Unidos. Pero no siempre ha sido así; el capitalismo naciente sufría una grave carencia de fuerza de trabajo, al grado de tener que obligar a los obreros a reportarse a las fábricas, como ocurrió en Inglaterra. En México, el auge del capital y su correspondiente atracción de mano de obra tuvo lugar entre los años cuarenta y sesenta. En Estados Unidos, ejemplo ilustrativo, durante la Segunda Guerra Mundial y en la posguerra se vivió una grave carencia de mano de obra, que dio origen al programa “bracero”; pero los tiempos han cambiado, y hoy los trabajadores “sobran”, y como consecuencia se está sellando la frontera, en formas incluso violentas; además, en varios Estados cunden las leyes antinmigrantes. En suma, millones de trabajadores sobran aquí y sobran allá, pues el capital en su dinámica así lo dicta. ¿Pero entonces, qué será de todos esos pobres?

Como podemos ver, eso no parece importar mucho. El trabajo es considerado como un simple “insumo”, y como tal es tratado, aplicándole el conocido criterio empresarial just in time, según el cual todos los suministros deben ser proveídos con rigurosa exactitud en el tiempo, lugar y cantidad requeridos por la industria, para que ésta sea competitiva. Pero la subordinación del trabajo al capital no ha existido siempre, ni en igual medida. El asunto tiene su historia. Desde la aparición misma del hombre, el trabajo como creador de satisfactores fue condición fundamental de la vida humana; al realizarlo, el hombre mismo se realiza como tal, despliega todas sus capacidades, reta a su mente, fortalece su cuerpo y templa su espíritu. Mas para producir se requieren medios: materias primas, herramientas, tierra, etc., pues no es posible laborar en el aire, con sólo las manos o el pensamiento. Y mientras el trabajador, artesano o campesino, poseyó esos medios, podía crear los satisfactores de sus necesidades, y era libre. Sin embargo, en un contexto dado surgió el capital, producto sui géneris del trabajo mismo, que se caracteriza por ser un valor que crece, y lo hace sometiendo a su propio creador, monopolizando los medios fundamentales de producción, de modo que nadie pueda trabajar si no es con ellos; primero lo hizo de golpe, despojando a los productores directos y convirtiéndolos en asalariados, y ha seguido durante siglos, en un progreso paulatino, acelerado en las últimas décadas por las crisis económicas, que diezman la estructura empresarial y productiva. Así, se ha apropiado de una proporción cada vez mayor de medios y riqueza creada, y como colofón de ese dominio económico impuso luego su poder institucional: absolutizó y sacralizó el derecho de propiedad, y se adueñó del proceso productivo, de su organización, e impuso objetivos, jerarquías empresariales, y logró el poder de ajustar a su conveniencia la cantidad de fuerza de trabajo a contratar.
Vendedores ambulantes en ascenso.
De esta forma, el capital ha avasallado al trabajo y sus portadores, rompiendo todo equilibrio y consideración por el bienestar social, pugnando siempre por evitar que, en detrimento de la ganancia, la cantidad de trabajadores llegue a ser “excesiva” y provoque elevación de costos; esta preocupación anima, por ejemplo, las fusiones empresariales que buscan reducir el número de empleados. Asimismo, el desarrollo tecnológico no ha aligerado el peso de la carga; más bien la ha hecho más pesada, pues expulsa a muchos trabajadores para abaratar costos, y sujeta a los restantes a las máquinas, endurece la disciplina fabril y aumenta la intensidad del trabajo.

Un último elemento completa el cuadro. Para que este esquema opere y se reproduzca, el trabajador debe vivir siempre pobre, condición indispensable para que se vea obligado a emplearse con los dueños de los medios, atrapado en un refinado mecanismo de coacción extraeconómica, mucho más efectivo que el de la vil fuerza bruta a que eran sometidos el esclavo y el siervo de la gleba; a diferencia de ellos, el obrero moderno concurre “voluntaria y libremente” a trabajar.

Ésta es la tragedia del trabajo, desplazado, como en una obra de ficción, por su propia criatura, en una situación que sólo podrá superarse cuando los trabajadores alcancen una real capacidad de negociación con el capital y un equilibrio que permita un mayor nivel de bienestar social. El capital no puede seguir siendo el monarca absoluto de nuestros tiempos; debe acotar su poder, aportando, ciertamente, lo que debe, pero sin nulificar al hombre.

México, D.F, a 27 de noviembre de 2012