Tomado del muro de Abel Pérez Zamorano
Una doble tendencia se impone en el
mundo, con carácter de ley: por una parte, el desempleo creciente o el
subempleo de los trabajadores, y por otra, que quienes están empleados son
sometidos cada día más al poder empresarial, como propiedad suya. En su contradictoria
relación con el capital, el trabajador se ha ido volviendo “sobrante”. En
México, más de un tercio de la PEA está desperdiciada en el sector informal,
subempleada, o condenada a la delincuencia; doce millones de mexicanos han
emigrado al no encontrar lugar en la economía nacional. Pero esta situación no
es privativa de nuestro país. En España, 50 por ciento de los jóvenes y una
cuarta parte de la fuerza laboral total están desempleados; y en general, el
fenómeno se ha agudizado en Europa y Estados Unidos. Pero no siempre ha sido
así; el capitalismo naciente sufría una grave carencia de fuerza de trabajo, al
grado de tener que obligar a los obreros a reportarse a las fábricas, como
ocurrió en Inglaterra. En México, el auge del capital y su correspondiente
atracción de mano de obra tuvo lugar entre los años cuarenta y sesenta. En
Estados Unidos, ejemplo ilustrativo, durante la Segunda Guerra Mundial y en la
posguerra se vivió una grave carencia de mano de obra, que dio origen al
programa “bracero”; pero los tiempos han cambiado, y hoy los trabajadores
“sobran”, y como consecuencia se está sellando la frontera, en formas incluso
violentas; además, en varios Estados cunden las leyes antinmigrantes. En suma,
millones de trabajadores sobran aquí y sobran allá, pues el capital en su
dinámica así lo dicta. ¿Pero entonces, qué será de todos esos pobres?
Como podemos ver, eso no parece importar mucho.
El trabajo es considerado como un simple “insumo”, y como tal es tratado,
aplicándole el conocido criterio empresarial just in time, según el cual todos
los suministros deben ser proveídos con rigurosa exactitud en el tiempo, lugar
y cantidad requeridos por la industria, para que ésta sea competitiva. Pero la
subordinación del trabajo al capital no ha existido siempre, ni en igual
medida. El asunto tiene su historia. Desde la aparición misma del hombre, el
trabajo como creador de satisfactores fue condición fundamental de la vida
humana; al realizarlo, el hombre mismo se realiza como tal, despliega todas sus
capacidades, reta a su mente, fortalece su cuerpo y templa su espíritu. Mas
para producir se requieren medios: materias primas, herramientas, tierra, etc.,
pues no es posible laborar en el aire, con sólo las manos o el pensamiento. Y
mientras el trabajador, artesano o campesino, poseyó esos medios, podía crear
los satisfactores de sus necesidades, y era libre. Sin embargo, en un contexto
dado surgió el capital, producto sui géneris del trabajo mismo, que se
caracteriza por ser un valor que crece, y lo hace sometiendo a su propio
creador, monopolizando los medios fundamentales de producción, de modo que
nadie pueda trabajar si no es con ellos; primero lo hizo de golpe, despojando a
los productores directos y convirtiéndolos en asalariados, y ha seguido durante
siglos, en un progreso paulatino, acelerado en las últimas décadas por las
crisis económicas, que diezman la estructura empresarial y productiva. Así, se
ha apropiado de una proporción cada vez mayor de medios y riqueza creada, y
como colofón de ese dominio económico impuso luego su poder institucional:
absolutizó y sacralizó el derecho de propiedad, y se adueñó del proceso
productivo, de su organización, e impuso objetivos, jerarquías empresariales, y
logró el poder de ajustar a su conveniencia la cantidad de fuerza de trabajo a
contratar.
Vendedores ambulantes en ascenso. |
De esta forma, el capital ha avasallado al
trabajo y sus portadores, rompiendo todo equilibrio y consideración por el
bienestar social, pugnando siempre por evitar que, en detrimento de la
ganancia, la cantidad de trabajadores llegue a ser “excesiva” y provoque
elevación de costos; esta preocupación anima, por ejemplo, las fusiones
empresariales que buscan reducir el número de empleados. Asimismo, el
desarrollo tecnológico no ha aligerado el peso de la carga; más bien la ha
hecho más pesada, pues expulsa a muchos trabajadores para abaratar costos, y
sujeta a los restantes a las máquinas, endurece la disciplina fabril y aumenta
la intensidad del trabajo.
Un último elemento completa el cuadro. Para que
este esquema opere y se reproduzca, el trabajador debe vivir siempre pobre,
condición indispensable para que se vea obligado a emplearse con los dueños de
los medios, atrapado en un refinado mecanismo de coacción extraeconómica, mucho
más efectivo que el de la vil fuerza bruta a que eran sometidos el esclavo y el
siervo de la gleba; a diferencia de ellos, el obrero moderno concurre
“voluntaria y libremente” a trabajar.
Ésta es la tragedia del trabajo, desplazado,
como en una obra de ficción, por su propia criatura, en una situación que sólo
podrá superarse cuando los trabajadores alcancen una real capacidad de
negociación con el capital y un equilibrio que permita un mayor nivel de
bienestar social. El capital no puede seguir siendo el monarca absoluto de
nuestros tiempos; debe acotar su poder, aportando, ciertamente, lo que debe,
pero sin nulificar al hombre.
México, D.F, a 27 de noviembre de 2012