Liseo González
El calor del verano recorría la habitación
milímetro por milímetro hasta cubrirla por completo. Aquel bochornoso calor
incitaba a los hambrientos mosquitos a volar impacientes buscando inocentes
víctimas para saciar sus sangrientos deseos.
En el baño las gotas de la regadera caían pesadas
y húmedas. El hombre se enjuagó y salió de la regadera. La toalla le estrujaba
la piel secando las tímidas gotas de agua que aún se aferraban a su cuerpo. Se
miró al espejo y se dio cuenta de lo poco
que había cambiado, unos cuantos cabellos de menos era lo más relevante.
Después de secarse, tomó su cepillo dental que tenazmente iba de izquierda a
derecha y de arriba hacia abajo limpiando la dentadura. Tomó sus ropas sucias y
la toalla húmeda. Antes de abrir la puerta se hundió en algunos pensamientos
que hacia unas horas le daban vueltas en la cabeza. Bajó los escalones
repasándolos uno a uno. De vuelta a la habitación iba desechando los menos
interesantes hasta quedarse con el que le causaba más interés y curiosidad.
En alguna esquina los sonidos de un swing eran
digeridos por unas viejas bocinas: ajetreados, bailables, dulces y distantes.
El café hervía dejando escapar su grato olor.
¿Idea, pensamiento, sueño? Lo que fuera, no era
nada del otro mundo. Sin embargo, dentro de su cabeza fue creciendo y su
atractivo se mostraba más apetecible. Aquel pensamiento, cada vez más agudo y
convincente lo atrapaba. Las manos le sudaban y el corazón le latía dándole
graves golpes en el pecho.
-Es necesario hacer algo, pero ¿Qué hacer?- se decía a si mismo en la soledad de aquel
lugar.
Recorrió la habitación como buscando algo, sin la
clara idea de lo que quería. Tomó un sorbo de agua y se tumbó en el sofá.
Examinó todo: cuadros, libros, bocinas, hojas, mesa. Se dirigió a la mesa y prendió la computadora; la
pantalla reflejaba su rostro opaco que él miraba con futileza.
Ese extraño pensamiento se hacia más fuerte, pero
aun no sabía que hacer con él. Bien lo habría podido dejar arrumbado en algún
discreto lugar de la memoria o simplemente dejar que se esfumara con los
segundos. Pero se dio cuenta que no era justo dejar perecer una idea sin antes
por lo menos haber intentado hacer algo.
-¿Qué hago?, ¿Qué hago?, ¿Qué hago…? - se repetía
insistentemente.
Tomó un poco de café. La idea lo seguía como los
latidos de su corazón y le recorría vena por vena, musculo por musculo. Había
que hacer algo y no simplemente contemplarla ahí encerrada en una neurona que
buscaba brincar los puentes y salir.
Volvió a la mesa y de la pila de hojas que había
tomó una que estaba mal acomodada. Miró los libros y sonrió. Era tarde y estaba
cansado. Recorrió con la mirada una vez más la habitación. Entonces agarró una
pluma y no acertó otra cosa mejor que escribir. Y escribió:
“El calor del verano recorría la habitación
milímetro por milímetro hasta cubrirla por completo. El bochornoso calor
incitaba a los hambrientos mosquitos a volar impacientes buscando inocentes
víctimas para saciar sus sangrientos deseos….”