7 ago 2012

Aquella idea


Liseo González

El calor del verano recorría la habitación milímetro por milímetro hasta cubrirla por completo. Aquel bochornoso calor incitaba a los hambrientos mosquitos a volar impacientes buscando inocentes víctimas para saciar sus sangrientos deseos.

En el baño las gotas de la regadera caían pesadas y húmedas. El hombre se enjuagó y salió de la regadera. La toalla le estrujaba la piel secando las tímidas gotas de agua que aún se aferraban a su cuerpo. Se miró al espejo y se dio cuenta de lo poco  que había cambiado, unos cuantos cabellos de menos era lo más relevante. Después de secarse, tomó su cepillo dental que tenazmente iba de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo limpiando la dentadura. Tomó sus ropas sucias y la toalla húmeda. Antes de abrir la puerta se hundió en algunos pensamientos que hacia unas horas le daban vueltas en la cabeza. Bajó los escalones repasándolos uno a uno. De vuelta a la habitación iba desechando los menos interesantes hasta quedarse con el que le causaba más interés y curiosidad.
                                        
En alguna esquina los sonidos de un swing eran digeridos por unas viejas bocinas: ajetreados, bailables, dulces y distantes. El café hervía dejando escapar su grato olor.

¿Idea, pensamiento, sueño? Lo que fuera, no era nada del otro mundo. Sin embargo, dentro de su cabeza fue creciendo y su atractivo se mostraba más apetecible. Aquel pensamiento, cada vez más agudo y convincente lo atrapaba. Las manos le sudaban y el corazón le latía dándole graves golpes en el pecho.

-Es necesario hacer algo, pero ¿Qué hacer?-  se decía a si mismo en la soledad de aquel lugar.

Recorrió la habitación como buscando algo, sin la clara idea de lo que quería. Tomó un sorbo de agua y se tumbó en el sofá. Examinó todo: cuadros, libros, bocinas, hojas, mesa. Se dirigió  a la mesa y prendió la computadora; la pantalla reflejaba su rostro opaco que él miraba con futileza.

Ese extraño pensamiento se hacia más fuerte, pero aun no sabía que hacer con él. Bien lo habría podido dejar arrumbado en algún discreto lugar de la memoria o simplemente dejar que se esfumara con los segundos. Pero se dio cuenta que no era justo dejar perecer una idea sin antes por lo menos haber intentado hacer algo.

-¿Qué hago?, ¿Qué hago?, ¿Qué hago…? - se repetía insistentemente.

Tomó un poco de café. La idea lo seguía como los latidos de su corazón y le recorría vena por vena, musculo por musculo. Había que hacer algo y no simplemente contemplarla ahí encerrada en una neurona que buscaba brincar los puentes y salir.

Volvió a la mesa y de la pila de hojas que había tomó una que estaba mal acomodada. Miró los libros y sonrió. Era tarde y estaba cansado. Recorrió con la mirada una vez más la habitación. Entonces agarró una pluma y no acertó otra cosa mejor que escribir. Y escribió:

“El calor del verano recorría la habitación milímetro por milímetro hasta cubrirla por completo. El bochornoso calor incitaba a los hambrientos mosquitos a volar impacientes buscando inocentes víctimas para saciar sus sangrientos deseos….”