Liseo González
El día
había comenzado sin contratiempos. La rutina a la que todavía no me
acostumbraba me traía loco. Salí del trabajo buscando reposo y un poco de
tranquilidad, pero los veinte minutos en la estación del tren poco
contribuyeron a mi inocente objetivo.
El viento que la velocidad del
tren empujaba me llegaba como aire de victoria. En cuanto se abrieron las
puertas busqué el asiento más prudente en prevención a una siesta inevitable. La
grasa en el asiento que daba a la ventana delataba que no era yo el único
amodorrado de ese día.
Pero yo, imbuido en mis
pensamientos y decidido ya a cerrar los ojos, me olvidaba que el mundo seguía
girando. En la esquina más cercana junto a la puerta, habían unos ojos que accidentalmente me contemplaban. Dejé de
lado mi lasitud y miré con un poco de temor.
Ella me contemplaba y parecía
burlarse de mí. Pensé responderle con una mirada de desdén pero ella era muy
linda y opté mejor por una típica mueca de gratitud. Me correspondió mirando
hacia la ventana sonriendo. Empecé a sudar frio.
Nadie pareció advertir lo que
estaba sucediendo. Caras largas y opacas llenaban los asientos. Era tarde y a
esta hora nadie se interesa por los demás. Todo mundo después del trabajo, la
escuela o la oficina, viene con la mirada perdida y con gran deseo de que el
día termine.
En fin, volví a levantar mi
mirada buscando la de ella, pero nada. La contemple una vez más y advertí que su
forma de vestir era muy simple (aunque para ellas la simpleza equivalga a unas
horas frente al espejo). Traía un vestido azul, un discreto maquillaje y unos
pequeños
aretes. Pero lo mejor eran sus labios rojos, de ese rojo húmedo y exquisito. Su
profesión era difícil de adivinarla, porque parecía muy joven.
Antes de llegar a la siguiente
estación me miró como despidiéndose. Yo estaba tan encantado que no me di cuenta
del bullicio de gente que estaba a punto de inundar el tren. La perdí por
completo entre toda esa multitud. Bien hubiera podido pararme, buscarla y
hablarle, pero preferí guardarme el momento y me quedé atado al asiento.
No es
que yo vaya enamorándome en cada vagón, pero ella tenía un sutil encanto y una
exquisitez en los labios. Lo que hubiera
podido pasar después no importa mucho, en otra ocasión quizás.
Creo que si ella algún día
leyera esto se burlaría de mí o por lo menos le arrancaría una sonrisa mi pudor.
En fin, no importa, esta no es una historia de amor.
En fin, no importa, esta no es una historia de amor.