7 ene 2012

Don Rodo



Por Ricardo Flores Rioblanco


Rodolfo, como desde hacía tres años, despertó para la misma jornada: madrugarle para echarse un baño y desayunar un par de huevos fritos con unas cuantas tortillas, simple costumbre que cada día se hacía más difícil, pues el sueldo apenas alcanzaba. María -su mujer- había sabido sustituir sabiamente el café por un té de “hojitas”, cuyo sabor casi dulce era cotidiano, ya que el azúcar había estado fuera del presupuesto desde hacia algún tiempo. Don Rodo –como los vecinos le decían- por sana costumbre besaba a sus tres hijos antes de irse al trabajo.

Maldita enfermedad”-pensaba- mientras miraba a su esposa que sufría de cáncer de seno, y que había llegado a complicarles aun más la vida desde principios de año.

Para Don Rodo -quien había trabajado como agremiado-, el trabajar en una empresa de iluminación se había convertido en una atadura mental y freno espiritual sin precedentes. Empacar bombillos uno por uno en las cajitas continuamente por 10 o más horas, era  “rutinario e imbécil”, como él mismo lo decía. Trabajaba horas extras cada vez que lo pedía el capataz sin que se le  pagará la jornada tal y como debería de ser. ¡Aguantar!, ¡Aguantar!, ¡Aguantar! –se recordaba a si mismo- pues, hacia más de dos años se le había prometido un mejor puesto, mismo que no llegaba. Sostenía a su familia con un salario de mugre y en sus ratos libres buscaba hacer chambitas de electricista, oficio que realizaba a medias, pues para su mala suerte no contaba con herramientas propias, y aunque logró juntar un pequeño capital, el sueño de las herramientas se esfumó cuando le diagnosticaron el cáncer a su mujer y tuvo que pagar las primeras curaciones, además de cubrir las necesidades familiares.

Y qué decir de su experiencia fatigosa en la fábrica. Cuando después de estar empaquetando bombillos por cinco horas, escuchaba la aguda chicharra que anunciaba la hora de la comida para los trabajadores; salían los obreros con sus caras de enfado pero aliviados por el breve receso. El puesto de “La Doña” -como todos le decían a la mujer que los alimentaba a diario y que sin proponérselo los había acostumbrado a su sazón- era el más concurrido. Allí podía ver a los “cuates” y charlar sobre deportes y algún otro tema de actualidad; pláticas que muchas veces no encontraba amenas y se tornaban difíciles, pues las preocupaciones económicas le atiborraban la cabeza y no lo dejaban ni un instante. Había muchas necesidades en el hogar, y se le dificultaba, incluso, para cubrir la más básica: la comida.

Después, acabados los 40 minutos, volver adentro para otras cinco horas de empaquetado. Tediosa labor que Rodolfo había  tratado en vano de amenizar, haciendo cuentas del número de bombillos que iba empaquetando, cuenta que había perdido después de las dos primeras horas… ¿mil? -se preguntaba-y seguía empaquetando.

Terminada la jornada se iba directo a su casa. Después de la cena, y mientras reposaba, se quedaba en la mesa a meditar. Sentado ahí, viendo en lo que se había convertido su vida, calificaba su existencia de pésima y horrenda, sin embargo, sus ganas de vivir seguían intactas. Sentía enojo e insatisfacción, sentimientos que no comprendía muy bien, pero que sabía de donde venían -si tuviésemos mejores oportunidades, ¡si hubiera más oportunidades!, si no se hubiera privatizado la empresa; si mi esposa no estuviera enferma; si yo tuviera, si al menos tuviera lo necesario…- Con estos pensamientos la noche lo encontraba y el cansancio lo vencía.