Abel Pérez Zamorano
México ha
desplazado ya a Estados Unidos como primer país consumidor de refrescos: 163.3
y 118.1 litros por persona al año, respectivamente (Reforma, 17 de octubre),
esto según estudios recientes de la Food Industry Development Centre y la
Universidad de Yale, divulgados por organizaciones de la sociedad civil, como
Alianza por la Salud Alimentaria y El Poder del Consumidor, y basados también
en datos de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH,
2010). El aumento en el consumo de refrescos y el de azúcar vienen juntos; por
ejemplo, una botella de 600 mililitros de Coca Cola contiene el 51 por ciento
de la ingesta diaria necesaria. Consumimos mucho más que las 2000 calorías
recomendadas por los médicos. Asimismo, entre 1999 y 2006, la energía consumida
en bebidas cargadas de carbohidratos aumentó al doble en adolescentes y al
triple en adultos; en general, como señalan los expertos, se han venido
desplazando los alimentos sanos para abrir paso a las mercaderías de las
transnacionales de hamburguesas, pizzas, refrescos, sopas sintéticas,
pastelería, etc., con el consecuente daño a la economía del pueblo: según
encuesta del Instituto Nacional de Salud Pública (INSP), entre 1984 y 1998, el
gasto familiar en refrescos se elevó en 40 por ciento.
Las consecuencias en la salud
no podían ser más desastrosas. Somos primer lugar mundial en obesidad infantil,
y segundo en adultos (siete de cada diez sufren sobrepeso u obesidad), y se ha
disparado la morbilidad en diabetes: quince millones están afectados por ese
mal, con una de las tasas de muerte más elevadas en el mundo por esa causa;
anualmente se realizan 60 mil amputaciones de pie diabético. En el estudio de
la Secretaría de Salud (Dirección General de Información en Salud) “Las 20
principales causas de mortalidad en México, 2000-2010”, aparece como primera de
ellas la diabetes mellitus, y con un crecimiento verdaderamente aterrador: en
el año 2000 se registraron 46,614 defunciones sólo por esa variante del mal; en
2005 fueron 67,159, y en 2010 la cifra saltó a 82,964; durante todo el período,
como causa individual provocó un incremento de 78 por ciento en fallecimientos,
y respecto al total de defunciones, pasó del 10.7 al 14 por ciento,
consolidando su primer lugar.
Los niños son un sector
altamente vulnerable a estas irracionales tendencias del consumo; se les atrae
con saborizantes que generan adicción y necesidad de ingerir mayores cantidades
de los alimentos y bebidas chatarra; por ejemplo, investigaciones serias han
encontrado que los refrescos no producen saciedad. De esta forma, hay que
subrayar, de paso, el hecho, de la mayor relevancia, de que se ha prostituido a
la ciencia de la Química, como a las demás, al ponerla al servicio del capital,
para generar necesidad y demanda de esas mercancías, en lugar de contribuir a
la satisfacción de necesidades verdaderas del hombre.
Pero en este drama hay un
evidente ganador: las empresas refresqueras, entre las que destaca Coca Cola,
que tiene en México al principal consumidor en el mundo, con el 28 por ciento
del mercado de bebidas no alcohólicas; y va por más, pues durante 2010 fuimos
el segundo mercado con mayor crecimiento en ventas de esa transnacional, entre
los 206 países en que opera: 11 por ciento de sus ventas totales a escala global
(El Economista, 5 de mayo de 2011). Pero las refresqueras no disfrutan solas de
los beneficios de toda esta mortal dulzura: comparten sus beneficios con las
empresas farmacéuticas, también transnacionales, que venden fármacos para curar
los males causados por las primeras; y también las vendedoras de aparatos,
equipo, ropa especial y muchas otras “maravillas” e inventos del hombre blanco
para bajar de peso. O sea, que en el afán de ganar lo más posible, aquéllos
venden porquerías para enfermar y engordar a los mexicanos, y éstos venden
otras porquerías para “curarlos” y “adelgazarlos”. Y la televisión pone su
parte, pues mediante la publicidad contribuye a la desenfrenada compra de
basura alimenticia, anunciando a los que causan y a los que supuestamente curan
la enfermedad, y promoviendo un desenfrenado consumismo; más aún, agrega su
parte, inmovilizando a millones de personas frente al televisor. Según la
agencia Ibope AGB, cada mexicano permanece en promedio 4 horas y 45 minutos al
día viendo televisión, siendo los niños y adolescentes los sectores más
dañados, incluida de paso su salud mental.
A las ya expuestas agréguense
otras consecuencias, a cual más desastrosas, entre ellas, una severa caída en
la productividad laboral, pues aumenta el ausentismo, y las personas enfermas
rinden menos en el trabajo; se ve asimismo mermada la capacidad deportiva de
nuestros jóvenes y se reduce el número de quienes están en condiciones físicas
de practicar y destacar en algún deporte (a ello debe añadirse la gran carencia
de espacios para esa actividad). Por otra parte, se eleva el gasto público y
familiar en atención y servicios médicos y hospitalarios, en detrimento del
nivel general de bienestar de las familias, que se ven en la necesidad de
destinar mayores recursos a la atención de sus enfermos.
En fin, por lo antes expuesto,
es una necesidad impostergable que el Estado abandone su criminal actitud omisa
y complaciente ante las grandes empresas productoras y vendedoras de alimentos
y bebidas chatarra, y que asuma una posición de verdadera defensa del pueblo,
haciendo valer las leyes que le protegen, o promulgando otras; y si por ello
las grandes transnacionales ven mermadas sus utilidades, siempre será mejor
colocar en primer lugar la salud y la felicidad del pueblo. Mas si el Estado no
lo hace, la sociedad, principal afectada, debe adquirir conciencia y exigir un
alto a esta barbarie, que mata a más personas que la violencia misma.